Para Jugar a la arqueología de los olores.


Basta con leer varios poemas de la arqueología de los olores de Luís Ángel Barreto, según el orden del azar para encontrarnos con cuerpos cercanos. Basta con saber que aparecen cuerpos cercanos para tratar de rastrear sus aromas. Para aceptar la invitación del juego de los olores que nos hace el arqueólogo de los aromas es imprescindible abandonar la nariz que conocemos y construirnos otra manera de ver oliendo o de padecer –oliendo que podríamos llamar “padeciliendo”. Padecer porque quien busca, como operando en un perpetúo rastreo inmediatamente está invitado a sufrir un cambio en sus maneras convencionales de oler y, por supuesto, de sufrir. Con esto, no queremos decir que el arqueólogo nos invite a sufrir o a padecer, sino que nos invita a jugar con el olor y con el sufrimiento, pues como sabemos todo arqueólogo goza y sufre con lo que encuentra o desentierra, más este que lo hace a partir de los olores.

Supongo que para jugar con una arqueología de los olores es imprescindible el abandono de los aromas conocidos y escudriñar en los ignorados puesto que aturdidos por los olores comunes, como aturdidos por los sonidos diarios, olvidamos rastrear los aromas que padecemos. Como decíamos un arqueólogo padece en su terreno porque busca lo que para todos, e incluso para él mismo está cubierto u oculto.

En este caso desmantelar las capas sólidas que ocultan un fósil es una tarea que se padece, no solamente por la actividad física que ello implica, sino por la capacidad de reencontrar las piezas faltantes del mismo y emprender a partir de una minúscula osamenta una arquitectura verbal, operativa e imaginaria del esqueleto. Pero rastrear un olor implica, en este caso, no tener nariz, sino memoria. Memoria para clasificar las piezas sueltas y las osamentas dormidas en ella.

Esta arqueología nos invita a desenterrar nuestra memoria nasal y partir de los cuerpos más etéreos que de

ella exudan. Se trata de una arqueología del tiempo y de la memoria. Arqueología de las cosas que menos nombre tienen: los olores. Una arqueología de los olores suaves, los etéreos, leves y hasta los hediondos que son los que al final de la madrugada se quedan en nuestras otras narices.

Para rastrear los cuerpos invisibles de la memoria, para escarbar en el barro del tiempo, para descubrir a partir del olor, de uno de los elementos más fugaces de la vida, para hacer visible con el olfato lo invisible, para creer en los nombres fantasmas de las sombras, Luís Ángel Barreto propone una arqueología.

Una arqueología que nos invita a jugar, a enterrar la nariz en los orificios de los cuerpos, a penetrar en sus aromas, a husmear como quien escarba, como quien escudriña, como quien busca en el recuerdo, en las sombras del adentro.

El arqueólogo de la poética no se conforma con las herramientas, sino que las inventa. Crea en los aromas de las sombras cuerpos que se existen en las palabras. Crea su propio lenguaje saturado de ironía, de despido, de melancolía, de sombras de la casa. Polvo de casa que se quiebra en palabras, en fuego que derriten cuerpos, en noches cortas sostenidas por insomnios. El arqueólogo escarba entre los cuerpos de las mujeres que lo sostienen, como él mismo lo dice.

Deshace la neblina que se interrumpe entre su hacer poético y los cuerpos desde la aspiración de sus olores, los reconoce, los levanta, los reencuentra, los burla, los enmascara y hasta los quema. La arqueología del olor es la arqueología de las sombras del olfato de la memoria.

La arqueología de los olores es la arqueología del humo, de las fragancias, del mundo leve, inasible rememorable. Es la arqueología zurcida en las capas de los aromas, deshilachada en las costras de los recuerdos y en los nombres de las desapariciones terribles, como dijo el poeta, pero también en las apariciones hermosas y efímeras. Es la arqueología que pierde su peso cuando nombra, cuando busca su propio cuerpo en el reflejo de los otros cuerpos. Una arqueología del reflejo, del agua de saliva, de perlas ocultas debajo de las lenguas, de los nombres que inventamos y nos inventan. Es la arqueología de los perfumes desechos por la curtiembre de los días. Es la arqueología del sueño: “Despiertos nos hemos convertido en soñadores y en moribundos..” sentencia como si el despertar fuese la agonía, el destiempo, el desamparo y la mortandad.

El arqueólogo desentierra a fuerza de latido, se abstiene, cava en los ombligos profundos, percibe en ellos las despedidas, se deja arrastrar, conforme el tiempo de las nubes, desaparece ante el aroma de la mujer. Convierte a los cuerpos, desde su aroma, en vidrios, esfera, hélice, vaso escondido, en cuencas sin ojo y sin gusano, en gota de agua, en punto, en cero, en grito.

Se hunde en las fricciones de la neblina que lo duermen, suprime sus gargantas, los lleva a la cima de las torres desoladas, los carga en procesión, se vuelve creyente, vuelve sagrado los cuerpos, las calles, las veredas. Pone el acento en sus incertidumbres, como si buscara un esqueleto de sal en la playa, creen en sus orificios como si desde ello se deshiciera los hilos del pasado. Un olor, un aroma, está en tiempo pasado atraviesa los relieves del terreno del arqueólogo, deshace sus herramientas en lo sólido y los desvanece en el aire.

Escarbar en los olores es hacerlo en los cuerpos que aparecen cóncavos, vaciados, convertidos y desechados como cáscaras. El juego consiste en escarbar en lo invisible, en escudriñar en cuerpos que no son cuerpo cuando se nombran que son cuerpos.

La poesía del arqueólogo de los olores atraviesa las palabras en aromas de nuestros órganos mortales; así el juego consiste en la invención de una palabra hígado para que comande las sensaciones biliares, las percepciones amargas; una palabra intestinal, para subvertir el orden desparramado de los miedos; unas palabras riñones para disolver las sales de la tristeza, de la desesperanza; unas palabras corazón que orienten los hilos sanguíneos del mundo que nos une; una palabra pulmón para encontrar oxígeno en la batalla.

Los cuerpos narrados en la poética de los olores son cuerpos que juegan y anuncian que el mundo no se clausura ni en exilio ni en la desesperanza.

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